Apología del desencuentro
A Nadia Gómez Kiener no la inquieta el amor ni el desamor sino la incomunicación; es decir, esa angustiante zona indiscernible donde la proximidad deviene inevitablemente distancia.
Como ella misma nos cuenta, uno de sus referente literarios es “El retrato de Dorian Gray”, relato que plantea menos la angustia de la decrepitud que el problema de la duplicación; lo especular, la belleza trocada en horror por una subversión del tiempo (...el tiempo, precisamente tal vez uno de los más implacables enemigos del amor).
Pareciera que en la obra de Nadia el afecto es un Jano bifronte que con su simiente de construcción-destrucción arrincona a los amantes frente al precipicio del amor, esa falacia imprescindible.
Diríase que el tema en la obra de Nadia Gómez es el desamor y su raíz generadora, el desencuentro. Desde allí los “malentendidos”, las dudas elevadas a la categoría de sospecha, los desdoblamientos, las distancias insalvables con su regusto a melancolía, de sabor trastocado, donde la dulzura ha relegado el lugar a su espectro: el silencio espeso que disipa a los amantes.
Pocas veces he visto un cinismo tan delicioso como en la obra de Nadia Gómez Kiener; pareciera querer decirnos que la trampa del amor (es decir su objetivo) reside en que no advertimos que no se trata de alguien, sino de algo; y que en última instancia buscamos a alguien que llene ese algo. Es decir que no se trata de identidad sino de esencialidad. Por eso el amor tiene aparentemente su remedio; y esta equívoca esperanza es en realidad su veneno. Es precisamente todo lo opuesto: deberíamos focalizar en ese “algo” y transformarlo en “alguien”. Y si ese alguien no-es, que sea nada.
Por eso para Nadia, las respuestas posibles ante el amor, no son un “si” o un “no", sino la certeza que de una incomunicación germinal se detona el desencuentro, es decir: un no anterior al “no”. Desde esta frontera (desde esta guerra potencial), desde esta entrañable desolación, el amor-desamor es sádico sólo porque podría ser posible.
Vivimos en una época donde dos abominables bandos (optimistas y pesimistas) parecen como nunca querer disputarse la clasificación del universo; qué dirían de Nadia, que pregunta -sin alzar la voz-: “¿Qué es ser hombre para vos?”. Qué diríamos de esta muchacha que postula la incomunicación como una forma de diálogo, que se atreve a plantear lo vincular más allá de los patrones preestablecidos como una forma desalineada de la afectividad convencional que ha entrevisto en el no-cumplimiento del amor, una homeopatía de la sexualidad.
Porque para Nadia Gómez Kiener la pintura y el desamor son una puerta cerrada que sólo puede abrir la belleza; y el arte es eso: entrar sin pedir permiso...
Marcelo Bordese
Otoño, 2008
A Nadia Gómez Kiener no la inquieta el amor ni el desamor sino la incomunicación; es decir, esa angustiante zona indiscernible donde la proximidad deviene inevitablemente distancia.
Como ella misma nos cuenta, uno de sus referente literarios es “El retrato de Dorian Gray”, relato que plantea menos la angustia de la decrepitud que el problema de la duplicación; lo especular, la belleza trocada en horror por una subversión del tiempo (...el tiempo, precisamente tal vez uno de los más implacables enemigos del amor).
Pareciera que en la obra de Nadia el afecto es un Jano bifronte que con su simiente de construcción-destrucción arrincona a los amantes frente al precipicio del amor, esa falacia imprescindible.
Diríase que el tema en la obra de Nadia Gómez es el desamor y su raíz generadora, el desencuentro. Desde allí los “malentendidos”, las dudas elevadas a la categoría de sospecha, los desdoblamientos, las distancias insalvables con su regusto a melancolía, de sabor trastocado, donde la dulzura ha relegado el lugar a su espectro: el silencio espeso que disipa a los amantes.
Pocas veces he visto un cinismo tan delicioso como en la obra de Nadia Gómez Kiener; pareciera querer decirnos que la trampa del amor (es decir su objetivo) reside en que no advertimos que no se trata de alguien, sino de algo; y que en última instancia buscamos a alguien que llene ese algo. Es decir que no se trata de identidad sino de esencialidad. Por eso el amor tiene aparentemente su remedio; y esta equívoca esperanza es en realidad su veneno. Es precisamente todo lo opuesto: deberíamos focalizar en ese “algo” y transformarlo en “alguien”. Y si ese alguien no-es, que sea nada.
Por eso para Nadia, las respuestas posibles ante el amor, no son un “si” o un “no", sino la certeza que de una incomunicación germinal se detona el desencuentro, es decir: un no anterior al “no”. Desde esta frontera (desde esta guerra potencial), desde esta entrañable desolación, el amor-desamor es sádico sólo porque podría ser posible.
Vivimos en una época donde dos abominables bandos (optimistas y pesimistas) parecen como nunca querer disputarse la clasificación del universo; qué dirían de Nadia, que pregunta -sin alzar la voz-: “¿Qué es ser hombre para vos?”. Qué diríamos de esta muchacha que postula la incomunicación como una forma de diálogo, que se atreve a plantear lo vincular más allá de los patrones preestablecidos como una forma desalineada de la afectividad convencional que ha entrevisto en el no-cumplimiento del amor, una homeopatía de la sexualidad.
Porque para Nadia Gómez Kiener la pintura y el desamor son una puerta cerrada que sólo puede abrir la belleza; y el arte es eso: entrar sin pedir permiso...
Marcelo Bordese
Otoño, 2008